El zapatero

Volví caminando de la casa de un amiga por una calle poco transitada que estaba muy iluminada por el sol de la mañana, cuando en un momento me detuve: mi vista tuvo un coup de coeur como dicen los franceses que es como un flechazo al corazón. En un antiguo taller, sobre una vieja estantería de madera un carpintero tenía varias hormas de zapatos procedentes de algún tiempo remoto. Entré con una sensación mezcla de inquietud con ansiedad y de repente un señor de unos setenta años me interceptó en el medio del idilio.

A la pregunta de qué busca respondí: nada. No buscaba nada. Y de repente me topé con estas piezas de madera tan buscadas por mí en otras oportunidades.


La estantería de madera tenía dos pisos: en el de más abajo estaban todas las hormas pequeñas que seguramente habían servido para confeccionar más de un zapato de niño (dos, por lo pronto) y en el estante de arriba estaban las hormas grandes para adultos.

-¿Están a la venta? Le pregunté. A lo que respondió con una frase pensada en voz alta:

- La verdad es que ya no las uso para nada, antes las personas valoraban más el trabajo de las manos pero hoy en día no hay manera de competir trabajando con ellas; si te las vendo no sabría decirte con certeza su valor.


Y así me contó esta parte de la historia que me alegró el resto del día:

Hace muchos años, cuando yo era niño y vivía en el campo soñaba con andar en calesita. Me encantaba observar cómo esos caballos clavados como estacas a su base, tenían la potencia de un cohete con la cadencia de una sonata. Las conocí mirando los catálogos de las Galerías London-Paris y ahí fue que comenzó mi delirio. Conocía esas imágenes de memoria y cada vez que las miraba encontraba algo distinto que me provocaba una risa interna.

Un día escuché que había llegado al pueblo una calesita. Lo escuché de mi madre porque alguien se lo había comentado y no porque yo se lo hubiera confesado. Nadie sabía lo mucho que yo ansiaba subirme a una calesita, esa era la verdad. Así que me puse en campaña para llegar al pueblo y una vez allí, fui a su encuentro.

Cuando la tuve enfrente, la miré y no lo podía creer. Era tan hermosa como una novia radiante y sus caballos tan lustrados me recordaban al pasillo de mi casa con sus pisos de piedra encerada. Me apresuré por sacar el ticket para subir y una vez que lo tuve en mis manos hice la fila.
En el mismo momento en que me disponía a poner un pie en la calesita, el señor que cortaba los tickets me dice:

-¿No te parece que estás un poco grande para subir?

Al escuchar estas palabras no pude guardarme el llanto y salí disparando de la fila, con el único objetivo de volver a casa. Mientras esperaba a que mi madre viniera por mi, pensaba en los catálogos y en esas fotos que me sabía de memoria y que ahora, comenzaban a desvanecerse con la brutal rapidez con que lo hacen los días de verano.

Pasó el tiempo. La vida a veces tiene la forma de un círculo, todo viene y se va muchas veces, infinitas.

Un día se instaló en la esquina de mi casa una frutería. Todo el mundo iba y yo también empecé a hacerlo. Estaba atendida por un señor amable y nos hicimos muy buenos amigos. Un día charlando me comentó que de joven había sido dueño de una calesita. Enseguida supe que este hombre era el mismo que me había provocado aquel mal gusto y muy a pesar del tiempo que había pasado, aún mantenía un recuerdo nítido de aquel día.

- Qué maldad hacerle eso a un niño de doce años -me dijo.

- Se sigue siendo niño a esa edad -contesté como si estuviera en aquel momento.

- No creo que sea una cuestión de edad, uno siempre debería tener ganas de dar una vuelta en calesita. Cuánto más felices andaríamos por el mundo.




Comentarios

  1. divinas las fotos, como siempre, muy linda historia también, veo que no solo te quedaste con las hormas...

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  2. alfon! también quedé feliz por comprobar una vez más que en las historias sencillas hay mucha belleza

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  3. Lindos tesoros se descubren por la vuelta ¿no?
    Qué bueno que ibas atenta!!

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